Acompañar no es dirigir, ni calmar rápido, ni buscar resultados inmediatos.
Acompañar es resonar.
Cuando resonamos, no estamos haciendo por el otro, sino siendo con el otro.
Vamos al lado. Vamos siguiendo al otro.
En paralelo.
En sintonía.
Resonar es ese momento en que el cuerpo, el rostro, la voz y la intención están al servicio del vínculo.
Es espejar. Es conectar desde las neuronas espejo, desde el lenguaje no verbal, desde ese lugar donde las palabras no alcanzan… pero la presencia sí.
Y cuando ese acompañamiento es seguro, algo se abre.
Cuando hay seguridad, puede emerger la emoción
Acompañar no calma de inmediato. Es probable que aumente la intensidad emocional, porque la presencia segura permite que el dolor emerja.
No lo provoca… lo permite.
Y es ahí donde empieza la magia relacional:
El niño o la niña accede al llanto profundo, al miedo, a la rabia.
Y mientras lo hace, tú sigues ahí.
No para llenar la taza, no para consolar como meta…
sino para sostener con cuerpo presente.
Y entonces, sucede.
Ese instante donde los cuerpos se entienden.
Donde no hace falta decir nada porque ambos saben lo que va a ocurrir.
Acompañar es un estado mental
El acompañamiento nace de un estado mental.
Un estado interno en el que decidimos estar ahí con el otro.
No solo para comprenderlo, sino para sentirlo.
Para reflejar al otro que su experiencia tiene sentido.
Para que sepa, sin necesidad de palabras, que no está solo.
Ahí es donde ocurre la reparación.
Ahí es donde el vínculo se fortalece.
Ahí es donde se cultiva un apego seguro.
Y ese es el corazón del Círculo:
Estar disponibles.
Resonar.
Sostener.
Y dejar florecer.